Fuente: El Heraldo, Dominical, Barranquilla, Junio 8/2008 DETENER LA GUERRA [1] Por ORLANDO FALS BORDA
Como miembro de la Generación de la Violencia —nacido en 1925— me he preguntado muchas veces, junto a otros, si en el largo periodo de sesenta años de conflictos internos palpables y agudos, Colombia ha perdido definitivamente su reconocido temple de nación tranquila, progresista, sin guerras fronterizas, en una sociedad más bien bucólica y culta, sencilla aunque señorial de postín, para convertirse en un pueblo bélico, espartano, cruel e insensible a los horrores de enfrentamientos fatales, delincuentes, criminales y mercaderes de la muerte. ¿Habremos llegado a tales profundidades culturales, para sentir que la guerra y el conflicto sean cosas tan frecuentes y aceptables que hayan convertido en expresiones normales de la vida colectiva, sin que produzcan mayores preocupaciones? ¿Quedan aún resquicios de órdenes sociales anteriores donde la cooperación, el altruismo, la construcción, el amor y el respeto a la vida y heredad humanas puedan todavía ser recuperados y activados?
Verá el lector que ha habido períodos desiguales en los que el belicismo florece, seguido de otros caracterizados por búsquedas afanosas de la paz. Se dirá que ello puede ser lo usual en toda sociedad humana. Pero el caso de Colombia es único en el contexto latinoamericano, y ello no deja de ser motivo de preocupación. Porque sesenta años de guerra casi continua puede ser un récord mundial, del que no podemos enorgullecernos. Por lo menos, sería conveniente abrir el compás para entender si seguimos hoy aceptando una 'normalización de la violencia' con todas sus aberraciones y distorsiones de cultura y personalidad, o si ya hemos tenido suficiente suplicio y merecemos llegar a la etapa de la reconstrucción social, moral, política y económica que nos merecemos. Como lo desarrollo en este texto, creo que vamos en esta segunda dirección a causa de fenómenos de saturación guerrerista y acumulación criminosa de los últimos períodos, en especial el actual de 'Seguridad Democrática', para plantear lo que puede ser el renacer de un orden nuevo. Después del llamado 'fracaso pacifista' de Pastrana, el péndulo de la opinión pública se inclinó hacia la intensificación de la guerra. Los electores encontraron un paladín en el ex gobernador de Antioquia Álvaro Uribe Vélez, donde habían nacido, con su venia, los nuevos 'pájaros' o 'chulavitas', ahora llamados 'paramilitares', para imponer el orden y control. No hubo pausa para sopesar mejor esta polémica experiencia. Pero los proyectos continuaron. El país, con Uribe al mando, se embarcó en la más intensa y dura opción bélica de los últimos tiempos. Y este paso fue complejo e intenso, dibujándose como un proceso acumulativo y saturante de todo el instrumental e historial de violencia que provenía del siglo XX, con su trágica espiral.
La pregunta es si seguimos paralizados por el monstruo de la violencia, normalizando todavía su existencia, o si podremos darle el vuelco necesario. Hay dos perspectivas nuevas que ahora parecen permitir mayor esclarecimiento. La primera es la sensación de que el conflicto interno colombiano no puede dar más, y que ha llegado al nivel de decantación sociocultural, económica y política más allá del cual puede por fin ocurrir la temida descomposición nacional interna de tipo estructural y superestructural, con pérdidas de soberanía como serían una balcanización territorial-regional o una disolución estatal, con o sin autogolpe, con o sin guerra civil.
A estas temidas posibilidades se puede añadir la guerra externa, con los vecinos Venezuela y Ecuador, que a los 'war mongers' guerreristas nacionales y extranjeros satisfaría sobremanera por permitirles ensanchar sus negocios. Peligro con el que se ha cortejado de manera ligera en meses recientes. ¡Vaya opciones!
Sesenta años de guerra, un récord mundial, parecen ser más que suficiente. ¡Enough es enough! Decía Churchill en 1945 hacia el final de la Guerra Mundial. Aunque a veces no se vea, tal puede ser el sentimiento mayoritario colombiano de 2008.
"¡Estamos ahítos de la actual situación de milicias, guerras y violencias!" decimos aquí. Y ello puede ser índice de que la disolución nacional es hoy más posible que antes, a causa del autoritarismo imperante. Ahora hay una sumatoria en el destructivo proceso de nuestra violencia múltiple, que solo se pagaría con la pérdida de las libertades. Añádese otros índices de violencia y conflicto, como los usuales sobre delincuencia, pobreza, hambre, desplazamiento, violencia intrafamiliar, etc., más innumerables campos minados, fosas comunes y los patéticos ríos de sangre y cadáveres y obtendremos un tétrico retrato de la realidad colombiana actual, empeorada desde hace por lo menos dos generaciones. Así nunca habría ni seguridad ni democracia. Ni la ilusoria paz de las carreteras, apuntalada por tanques y tropas para solaz de bañistas e industrias de turismo.
EL CLÍMAX DE LA VIOLENCIA ACUMULADA
En efecto, puede verse que el régimen del Frente Nacional (orden social burgués que sigue hasta hoy) no cumplió su promesa pacificadora, y que la guerra continuó, adaptando nuevas formas de violencia. Ya ésta no era sólo bipartidista, ahora adquiría dimensiones económicas, religiosas y del narcotráfico. La pobreza rural que afectaba a todos los elementos del orden social-burgués se alivió y se frustró la reforma agraria por enésima vez, haciendo que el campesino se refugiara en los cinturones de pobreza de las ciudades, y acudiera más y más a las armas. Se levantaron en guerrillas contra el sistema y régimen dominantes.
Las políticas neoliberales empeoraron la situación, sin crear suficientes empleos, pero abrieron cauces para introducción e inversión de dineros ilegales que fueron apoderándose de las industrias nacionales y del Estado. La delincuencia y criminalidad se agudizaron y llegaron a índices nunca vistos. De poco valieron las reformas constitucionales de 1991 que se dirigían a aliviar, por lo menos, las peligrosas situaciones creadas, como en el reordenamiento territorial que buscara un equilibrio regional e interregional. Y el fracaso del Caguán dramatizó que sus gobiernos habían perdido el rumbo. Solo la violencia, ahora múltiple, subía en intensidad, formas y efectivos. Se movía hacia un clímax saturante en el que la militarización de la nación y la socialización de la guerra fueran políticas aceptadas por gran parte de una población que prosperaba materialmente, pero que se empobrecía espiritualmente. En esta transición empezó a deformarse el ethos cultural y a destruirse el alma del colombiano reconocido. Con estas nuevas tendencias pro-bélicas en pleno auge, apareció en el año 2001 la candidatura presidencial del doctor Uribe. Él había sido denunciado en 1997 por la Revista Alternativa como fundador e impulsor de las cooperativas Convivir que se convirtieron en guaridas de paramilitares, los más temibles criminales conocidos del país, en adelante empleados para combatir las guerrillas con la anuencia directa o indirecta del Gobierno. Llenó la copa de la expectación y barrió las otras candidaturas en la elección de 2002.
Pero aquellas dudosas decisiones en Antioquia con sus muestras de ilegitimidad, han perseguido al Presidente sin poderlas descartar, como si fuera el trágico destino del desgraciado navegante a quien le seguía, día y noche, la sombra del albatros, el pájaro de la muerte, según el poema de Coleridge. La posesión del cargo fue premonitoria: cayeron morteros en el Palacio de Nariño, con la acusación renovada de tratarse ahora de un régimen ilegítimo de origen, lo que quedó aún más claro en la reelección de 2006, dominada por los 'paramilitares' y congresistas hoy en la cárcel . Y la violencia subió de nivel, y el orden social-burgués se vio en peligro de disolución, por quedarse con un Congreso Nacional sin solvencia moral. Las tendencias a la intensificación de la guerra estaban marcadas, y el presidente Uribe se encargó de traducirlas a la práctica gubernamental, con relativa eficacia.
Se reforzaron las Fuerzas Armadas. Las dos guerrilla ELN y Farc se replegaron a las selvas y al mismo tiempo se militarizó el espacio nacional con pleno cubrimiento, con ayuda de los Estados Unidos. También aumentó la presencia del capital subterráneo y la guerra entre mafias, que pasaron al dominio político y al control territorial. Las grandes comunidades afrocolombianas creadas en el Chocó empezaron a ser invadidas por los 'paras', fomentando más pobreza y desplazamiento.
Las tensiones estructurales del orden no se aliviaron y sus grietas se abrieron todavía más. La militarización de la sociedad procedió a su plenitud, con el beneplácito de mayorías electorales, que acudieron a reelegir al presidente. Algo inusitado, porque era apenas el segundo de cinco casos a partir de Rafael Núñez, en que un mandatario lograba pasar a un segundo período. SATURACIÓN DEL GUERRERISMO
Se empiezan a expresar con fuerza las grandes mayorías que ya están cansadas de los procesos de socialización bélicas atrás descritos. Hasta el momento, las mejores pruebas de esta positiva reacción se observaron en las marchas del 4 de febrero, y el 6 de marzo de 2008. Por varias veces ya repetibles, la manipulación mediática oficial recibió la tunda que ha venido mereciendo.
El pueblo llano fue más suelto y auténtico, descubrió que estaba aún vivo y que podía pensar y actuar. Resultó más maduro que lo esperado. Presencia activa, que hizo imposible la controlada maniobra que ha buscado mostrar el unanimismo de otras campañas.
Ahora se oye un grito que proviene del magma histórico. "No más guerra", "queremos el acuerdo humanitario". Así, inesperadamente, se despolarizó el país en instantes inolvidables. Es lo que en sus comentarios, algunos notables periodistas llamaron "el nuevo consenso".
Por último, y para fines de reedición de este libro, está más claro que nuestro viejo conflicto interno no sólo llegó a su clímax en estos seis años de régimen uribista, sino que alcanzó a eructar como un volcán para salpicar y llegar a países vecinos.
Aunque esta extensión del conflicto venía de mucho atrás, en especial en forma de refugios guerrilleros y actos de retaliación oficial, contrabando de armas y drogas, los peligros quedaron en evidencia por el incidente fronterizo entre Colombia y Ecuador, por el ataque de las Fuerzas Armadas de Colombia al campamento del comandante 'Raúl Reyes', el 1º de marzo de 2008. Este hecho demostró que el conflicto interno ya había desbordado las fronteras nacionales y que se había abierto el cráter del clímax de la violencia acumulada y saturante.
El manejo diplomático subsecuente, que debía destacar los principios universales de soberanía y defensa de los Estados sólo dramatizó que se abría paso el inevitable anticlímax.
La notable revista británica The Economist vio con claridad el peligro subyacente al sostener que, aunque "Uribe sigue siendo visto por millones de colombianos como salvador, al punto de que pueda ser demasiado popular para el bien del país" (Citado por El Tiempo, abril 20 de 2008), no nos dejemos engañar con estadísticas y encuestas manipuladas, porque la popularidad no confiere legitimidad, nos lo recuerda el jurista Rodolfo Arango. Una Asamblea Nacional Constituyente con los lineamientos mínimos de la de 1991, que era un acuerdo de paz, como lo ha propuesto el Polo Democrático Alternativo se hace entonces indispensable.
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